miércoles, 22 de junio de 2011

Los juegos del ‘libre mercado’

Una vez más se nos presentan situaciones para cuestionar a la ciencia y algunas de sus disciplinas o ramas maravillosas que podrían aliviar prácticamente todos los males del planeta. Sin embargo, los avances científicos suelen frecuentemente estar en las manos equivocadas, llámese trasnacionales rapaces o gobiernos incongruentes. Constantemente escuchamos debates alrededor del mundo acerca del uso de semillas genéticamente modificadas, los famosos transgénicos. En nuestro país se inició desde el 2007 la campaña Sin maíz no hay país, en contra del uso de transgénicos y en defensa de la soberanía alimentaria. En Europa se intenta frenar el uso de glifosato, herbicida usado para los monocultivos transgénicos y que ha demostrado graves afectaciones a la salud humana. En Perú se aprobó recientemente una moratoria de diez años para el ingreso de transgénicos. En Chile se frena la entrada de más transgénicos transnacionales pero se motivan los transgénicos nacionales bajo condiciones similares. Pero quizá, el ejemplo que más nos sorprenda es el de Bolivia, país que podría en breve legalizar el uso de transgénicos y la privatización de varias semillas o granos. Independientemente, el tema es que las promesas de la industria de los transgénicos, como la de eliminar la hambruna a nivel mundial, no se han cumplido, y la desigualdad y pobreza en zonas rurales más bien se ha incrementado alrededor del mundo.

Mientras la ONU admite tal realidad, los movimientos sociales, que en su historia tienen múltiples y diversas luchas, pero que hay que reconocerlo, las batallas se han incrementado en el periodo neoliberal de nuestra historia, declaran a Monsanto, propietario del noventa por ciento de las patentes y semillas transgénicas, enemigo de la humanidad. Tenemos a un gobierno, el de Bolivia, basado en el apoyo y respaldo a grupos campesinos, indígenas y movimientos sociales. Este país también encabeza el movimiento Defensa de la madre tierra, que naturalmente rechaza el uso y cultivo de transgénicos; más aparte, el uso de semillas genéticamente modificadas está en contra de la constitución boliviana. Es mucho lo que está en juego, como las 1400 variedades de patatas y de maíz que posee esta región. Por supuesto, el discurso es atractivo. El uso de transgénicos promete incrementar la riqueza y competitividad; con la manipulación genética de algunas semillas se promete ofrecer resistencia al cambio climático; se dice que la intención es garantizar el abastecimiento interno de alimentos; o ultimadamente, algunos legisladores simplemente afirman que de todos modos ya se consumen productos transgénicos importados. Sin embargo, así como en los años setenta, con agroquímicos se prometió que se erradicaría el hambre mundial con la eliminación de plagas, Bolivia pasó de tener ochenta tipos de plagas a quinientos en la actualidad, con todas las adversidades que aparte probaron producir estos tóxicos a la salud humana y ambiental.

No puede olvidarse tampoco, que al privatizar ciertas semillas los laboratorios transnacionales se convertirán en los dueños, amos y señores que podrán especular subiendo sus precios o cortando su distribución para lograr una mayor dependencia de los países en vías de desarrollo a sus tecnologías. ¿Parece esto una garantía para terminar con el hambre mundial, o más bien puro interés empresarial? ¿Pueden culparnos por ser desconfiados cuando genéticamente se manipulan estas semillas para que sean infértiles y los campesinos tengan que comprarlas año con año? ¿Y qué decir de los asesinatos de opositores a Monsanto? ¿Cómo no querer evitar la entrada de estas tecnologías a nuestros países cuando hemos visto las disputas por tierras y semillas que se han generado a raíz de ellas en países como la India o Brasil? No cabe duda que no puede más que exigirse completa transparencia en estos procesos, así como la difusión de información y consulta pública en temas que afectan de manera importante a comunidades agrícolas de países como Bolivia. Muchísimo está en juego: la pérdida de biodiversidad, la agricultura ecológica, la supervivencia de pequeños agricultores, y hasta la salud humana. Incluso científicos de renombre comienzan a cuestionar y a señalar las implicaciones que han dejado quince años de cultivos transgénicos.

Al modificar genéticamente alimentos y semillas (combinándolos con genes de insectos, peces o bacterias), para hacerlos resistentes a insecticidas, gérmenes e insectos, obviamente las cosechas se vuelven más productivas. Sin embargo, al utilizarse partes de genes de organismos altamente patógenos y con virus de alta toxicidad por su alta capacidad a combinarse, se cuestiona, si esto es lo que ha provocado las recientes epidemias de E.coli en Europa. Pero esto no es nada comparado con los problemas graves de salud que se han provocado en las comunidades aledañas a los cultivos, la mayoría de ellas en América; una vez más nos usan de conejillos de indias. Al cultivar transgénicos, se usa masivamente el herbicida glifosato, cuyos impactos a la salud humana ya son más que conocidos, por lo que se está frenando la entrada de cultivos transgénicos a Europa, los mismos que han existido en Latinoamérica por décadas. Algunos de los padecimientos asociados con el glifosato son: alteraciones endocrinas, mutaciones del ADN (cuyo producto pueden ser las malformaciones genéticas), cáncer, entre otros. Estos padecimientos se encontraron incluso al suministrar dosis bajas y ni remotamente comparables a los niveles de pesticidas encontrados en la comida y el medio ambiente cercano a los sembradíos transgénicos.

Lo más irritante es que, industrias como Monsanto, han tenido conocimiento de esto desde los años ochenta. Por el contrario, la población mundial se ha mantenido en las tinieblas al respecto, poniendo así en peligro la salud pública por intereses económicos y privados. Duele sentir que tenemos que luchar en contra de la ciencia (aunque en realidad sea de intereses mezquinos y usureros), pero así es. Particularmente en el tercer mundo, la entrada de transgénicos a nuestras fronteras nos impediría competir con nuestros ricos y diversos productos en el mercado internacional. En Chile tenemos el ejemplo en cuyas tierras Monsanto aumentó en un veinticinco por ciento su producción en cultivos transgénicos el año pasado. De este modo, estando presente desde hace más de diecisiete años en los campos del país sudamericano y siendo la séptima nación que más produce para la firma, a los chilenos no se les permite usar las semillas de un primer cultivo en una segunda producción. Así de ingrato es el ‘libre mercado’.

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