lunes, 2 de mayo de 2011

Modernidad en vías de desarrollo

El término modernidad, al menos como generalmente es concebido, rara vez proviene de lo marginal, o del llamado tercer mundo. Dicha palabra se ha apropiado regularmente a obras provenientes de Occidente o de regímenes imperialistas o coloniales en países subdesarrollados. Este razonamiento ha resultado en la anulación de diversas culturas y en la instauración de países que eternamente han intentado imitar los estilos de autoridades neocoloniales, bajo el ilusorio objetivo de aparentar civilidad y modernidad en sus ciudades. En este intento y discurso de anteponer lo moderno contra lo Oriental o tercermundista, en lugar de progreso, en muchos casos sólo se ha promovido la creación de espacios de espectáculo y lujo no disponibles para todos, dejando al grueso de la población en la eterna espera de un futuro con modernidad y progreso. Sin embargo, es interesante voltear a varios puntos del mundo en vías de desarrollo para encontrar un nuevo término: modernidades alternativas, acuñado por el profesor Ou-fan Lee, en donde por supuesto podremos situar a nuestra capital, la Ciudad de México, y a ciudades como Shanghái, el Cairo o Brasilia.

Empezando por el puerto líder y el centro comercial más grande de uno de los países más poderosos del mundo, en Shanghái se observa una modernidad reconocidamente cosmopolita. En su inicio, esta ciudad floreció con la renta a británicos, franceses y norteamericanos de propiedades en el Bund, frente al mar, donde a los ciudadanos de China no se les permitía la entrada. Sin embargo, diversas protestas y levantamientos forzaron la legalización de la presencia China en Shanghái en 1855 y con ello la migración de habitantes de ciudades vecinas en busca de oportunidades no siempre disponibles. Esto ocasionó desempleo y la creación de trabajos y asentamientos informales resultando en barrios congestionados y zonas neocoloniales de segregación. No obstante, el Bund y al distrito de Pudong, cercano al mar pero situado tierra adentro, aún se sitúan como el corazón de la ciudad, con clubes, bancos, hoteles y arquitectura ultramoderna a nivel mundial.

Así como espacios de pobreza y explotación, contrapuestos con espacios de elitismo y modernismo internacional, en Shanghái también surgió un modernismo provinciano, que diariamente recrea costumbres rurales de migrantes en una de las ciudades más pobladas del mundo a causa del flujo de personas, no de los índices de natalidad. Esto ha contribuido a que este nodo comercial y financiero, con el mayor crecimiento económico del mundo, se convierta también en un centro de cultura, diseño y urbanismo. Su boom de construcción se ha caracterizado por un estilo único de arquitectura inspirada en varias corrientes, y más aún, en situarse como arquitectura moderna. Sin embargo, no deja de tener un estilo local en muchos casos, intentando reconciliar el modernismo con la tradición regional en la búsqueda de identidad local. Del mismo modo, Shanghái ha desarrollado un transporte público vanguardista como ninguno, que alivia de manera importante los potenciales y múltiples problemas de comunicación en una ciudad de casi veinte millones de habitantes. Bajo estas condiciones, y reconociendo la existencia de problemáticas importantes y características de metrópolis de este tamaño, resulta cada vez más difícil situar a Shanghái en el tercer mundo y más congruente visualizarlo como una modernidad no occidental pero sí atractiva.

Pasando a otra urbe con casi veinte millones de habitantes, incluyendo su área conurbana, podríamos vislumbrar a El Cairo como otra modernidad alternativa y región que se ha apropiado de modernidades extranjeras para sobresalir. Tal es el caso de obras como el canal de Suez que pretendían situar a Egipto en el centro de la atención internacional. Del mismo modo, desde el siglo diecinueve a esta ciudad se llevaron ferias mundiales de exhibición que representaban el progreso y la modernidad del primer mundo, mientras al Oriente se le representaba en ellas como una mercancía atractiva pero lejana a la idea de modernidad o vanguardia. En este desesperado intento por recibir aceptación internacional, históricamente se han construido en El Cairo, y en otras ciudades de Egipto, hoteles y resorts turísticos de lujo, en lugar de escuelas u hospitales, para cautivar a la comunidad internacional. Bajo el mismo razonamiento se duplicó el plan Haussman de Paris en el Cairo demoliendo casas, mezquitas y edificios para alcanzar la supuesta modernidad de Occidente a través de la planeación y re-construcción de la ciudad. Dichos experimentos dejaron al país entero con deudas económicas importantes que dieron pretexto para incrementar el control Europeo en la zona hasta la independencia egipcia en 1922 y el retiro de tropas británicas en 1956 después de la revolución egipcia de 1952.

Es cierto que El Cairo desde entonces se ha ido posicionando como el centro educativo y de salud en Egipto y países vecinos, y aún más, como un emporio turístico y cultural reconocido a nivel mundial. Sin embargo, su desempeño en materias como economía, empleo, libertad, pobreza, equidad, contaminación y sistemas de transporte, entre otros temas, ha alejado a esta ciudad y nación de su primordial aspiración de modernidad y progreso. Esto, como vimos recientemente, metió a esta tierra en conflicto y protesta que reclamaba exasperadamente justicia social y desarrollo integral en beneficio del pueblo egipcio.

Retomando el análisis de la semana pasada, en el caso de Brasilia, vemos a una ciudad cuyo proyecto arquitectónico y urbano comenzó en 1956 y era aquel de una utopía social que resultó, sin duda, en una obra arquitectónica y urbana merecedora de ser, como lo es, patrimonio de la humanidad. Esta intención, operada e impulsada en su totalidad por el estado Brasileño, asumía que una planeación estratégica a nivel urbano podía influenciar significativamente a la ciudadanía y crear una ciudad sin diferencias sociales. El plan urbano de Lucio Costa y Oscar Niemeyer poseía un sistema de comunicación y transporte definido por súper-vías y un axis monumental de entretenimiento y negocio que culminaba con edificios públicos en un extremo. El segundo axis de la ciudad consistía en las llamadas súper-cuadras, formadas cada una por once edificios departamentales de seis pisos e idénticas fachadas. Tal diseño tendría, en teoría, que fomentar una sociedad colectiva e igualitaria para todos los que vivieran en ellos.

Sin embargo, los enormes costos de construcción y la toma de poder en Brasil por la milicia y una nueva administración derechista conllevaron a la privatización de estas residencias lo cual elevó sus precios y empujó a la gente con pocos recursos a ciudades satélite. El centro de la ciudad entonces fue dominado por burócratas de alto mando y el sector más adinerado fue creando sus enclaves y mansiones a orillas del Lago do Paranoá. Para 1980 el 75 por ciento de la población vivía en la periferia lo cual hacía el transportarse muy difícil para la mayoría de los ciudadanos. La periferia sigue expandiéndose a raíz de la migración de trabajadores a Brasilia, los asentamientos informales y la miope estrategia de seguir construyendo ciudades satélites para reubicar los asentamientos informales.

Brasilia intentó ser una negación del subdesarrollo de su país en el momento de su creación; quiso oponerse a las altas densidades y al caos característico de las grandes ciudades tercermundistas. Su estrategia fue limitada al basarse únicamente en la planeación urbana como solución a problemas complejos y multifacéticos. No obstante y con enormes lastres como aquel de la corrupción, Brasil ha ido corrigiendo algunos errores del pasado y se presenta hoy en día con un futuro prometedor, sosteniéndose en múltiples pilares como la democracia, justicia social, equidad y una creciente economía. Ciudades como Curitiba, en el estado de Paraná, han por consecuencia logrado, con ayuda de la planeación y la disciplina del urbanismo, desarrollar soluciones integrales a problemáticas actuales de ciudades de su tamaño, situándose con una calidad de vida muy por encima de muchas ciudades del “primer mundo”.

En términos de nuestra capital, una de las más pobladas del mundo, podría decirse que nuestra modernidad es también en muchos aspectos provinciana, aun cuando desde tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz, con su lema de “paz, orden y progreso”, se intentó apropiar una modernidad basada en la dependencia que pretendía reformar a la Ciudad de México al estilo europeo. Sin embargo, la prosperidad que reflejaba esta capital y su país en tiempos porfirianos era un disfraz ya que gran parte de los negocios florecientes en la ciudad eran propiedad de norteamericanos o europeos. La pobreza y problemática nacional se intentaba ocultar, como en la actualidad con las recientes celebraciones del bicentenario, en 1910, con ostentosos y carísimos espectáculos de celebración como el de Independencia, pero la realidad se encontraba lejos del lujo y la bonanza. Al cambio de siglo, los campesinos que cada vez encontraban más difícil el ganarse la vida en zonas rurales, empezaron a emigrar a la Ciudad de México, lo cual preocupó a la élite que observaba una ruralización de la capital. Entonces comenzó a criminalizarse la pobreza; a controlar y a manejar al migrante rural deportando a la gente humilde para trabajar en las haciendas de los potentados de ese tiempo, legado que aún nos lacera en la actualidad.

Sin embargo, el importante número de campesinos que continuaban arribando a la ciudad, encontrando muchas dificultades y discriminaciones para asimilarse a las costumbres citadinas, comenzó inevitablemente a cambiar los usos y tradiciones de la Ciudad de México y su modernidad. La economía hacendaria que no cambió a raíz de la Independencia, comenzó a ser criticada, al igual que la modernidad elitista. Tenemos el ejemplo de José Guadalupe Posada y sus calaveras que desafiaban las normas de cortesía y gracia social, se mostraban revoltosas e irrespetuosas, caricaturizando un espacio que estaba entre la ciudad y el campo. Entonces, la interacción entre distintas clases sociales se comenzó a dar en lugares como el Zócalo, aun cuando el resto de la ciudad históricamente ha tendido a la segregación en su tipología residencial. El resultado es la capital que tenemos el día de hoy, una llena de problemáticas sociales, económicas, políticas, ambientales, urbanas, etcétera. Paralelamente, la Ciudad de México se muestra como una mezcla riquísima e inevitable de culturas, costumbres, tradiciones e ideologías que en su mayoría intentan caminar hacia un futuro con un mayor y más equitativo desarrollo, progreso y modernidad; aun cuando la gran divergencia entre los múltiples actores de esta urbe dificulte la comunión de estrategias y caminos que nos podrían dirigir a dicho resultado.

Estudiando las ciudades anteriores, no se puede encontrar en ninguna de ellas un modelo ideal de modernidad alternativa. Se encuentra, por lo contrario, una lista de errores y aciertos en la búsqueda de modernidad, desarrollo y progreso. Se observa también que dicha búsqueda falla comúnmente cuando intenta perseguir una modernidad superficial y extranjera sin examinar cuidadosamente las problemáticas internas a resolver para ser parte de este proceso global que requiere en esencia de un equilibrio social, económico, político y cultural. Al lograr dicho equilibrio interno en el mundo en vías de desarrollo, quizá podrá romperse con el esquema de países centrales o primermundistas y periféricos o subdesarrollados, relación basada en la dominación y explotación, para que entonces la modernidad alternativa, y los países que la contienen, tengan peso y éxito.

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