lunes, 15 de febrero de 2010

México en el metro

La gran mayoría de los habitantes de la Ciudad de México y área conurbada han utilizado en algún momento de su vida el Metro, aun cuando sea sólo para el ocasional paseo dominical, por que su coche no circula o porque se averió. Son dos millones de usuarios diarios los que transitan por sus túneles topándose unos con otros, corriendo apresuradamente mientras bajan las escaleras para alcanzar el tren que se aproxima y peleándose por cualquier asiento disponible. Aquellos que contribuyen para despoblar las avenidas retacadas del D.F. y utilizar un medio de transporte más benigno para los capitalinos y su medio ambiente.

En común, la mayoría de estas personas tienen la constante lucha por sobrevivir el día a día; el cansado horario fuera de sus casas de cinco de la mañana a diez de la noche; el tener que hacer dos o tres cambios de metro más aparte tener que tomar dos o tres microbuses, rutas o peseros; el ganar salario mínimo; el dormir menos de cinco horas diarias…

Sin embargo, impacta cuando alguna señora, con la mirada cansada, el cabello despeinado y la frente brillosa de trabajar todo el día puede regalarte una sonrisa. Tantas son las sorpresas con las que te topas en el metro. Como cuando una joven universitaria entra al vagón y recita un poema de Jaime Sabines; o cuando nos encontramos a un viejito tocando un violín al cual solo le quedan dos cuerdas, desentonado, con tennis y sombrero, la figura nos llena de una gran ternura; o al escuchar una canción que nos gusta proveniente del estereo de un comerciante que la interrumpirá con gritos de venta.

Muchas son también las interrupciones del metro, algunas molestan, casi todas entristecen, aunque con el tiempo pareciera que uno se va acostumbrando a ellas y comienzan a pasar desapercibidas. Podemos pretender leer, hundirnos en nuestro libro o periódico o conectar los audífonos del ipod a nuestros oídos y desconectarnos de nuestro alrededor. Sin embargo, todos recordamos aquellas primeras veces que un niño de diez años o una mamá con el bebe en la espalda nos repartió un volante rosa pidiendo ayuda para salir de su pobreza; o al niño de quince años que debería estar en la escuela y en lugar de eso nos vende discos musicales; o al invidente que pasa cantando y rebotando su bastón con el posillo en el que dos o tres le depositan monedas; o al señor que no puede caminar y se arrastra por el piso pidiendo dinero.

Es difícil mirar ante la realidad que se nos presenta. Es más fácil talvez vernos agobiados por las horas pico en las que nos apretujamos en los vagones del metro como sardinas enlatadas, o cuando hay que esperar más de dos trenes para tomar el nuestro, o cuando el metro se detiene por veinte, treinta o cuarenta minutos, o cuando levitamos levantados por la multitud que nos saca de nuestro vagón sin mover un dedo. Todos estos eventos nos afectan directa y personalmente, talvez los disculpamos por el hecho de que somos llevados de un extremo a otro de la ciudad por sólo tres pesos. No obstante, los eventos que intentamos borrar de nuestra memoria y cegarnos frente a ellos son quizá los que más nos duelen y los que dañan inmensamente nuestro colectivo. Son un reflejo de nuestras carencias como sociedad.

Todo transporte público nos obliga a enfrentarnos con la realidad, pero no hay ninguno que lo haga de manera tan tajante como el metro. La desigualdad que inunda nuestro país se refleja claramente en él cuando nos damos cuenta de los dos o tres ejecutivos trajeados o el par de juniors que lo ocupan un par de veces al año frente a los millones de mexicanos que lo sufren día tras día. Y no por que sea una mala forma de transporte, sino por que los mexicanos hemos decidido aceptar desigualdades hirientes y al mismo tiempo rechazar lo que resulta de ellas.

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