miércoles, 18 de agosto de 2010

23-24

Los números 23 y 24 fueron mis números de la suerte por razones banales durante mucho tiempo, consideraba que definían mi persona por ser casi siempre mis números de lista en la primaria y secundaria, los números que ocupaba mi apellido por iniciar con la letra R. Ahora estos son los dos años de mi vida en que he vivido en esta gran ciudad que al ser foráneo te come, te atropella, te asombra. Una ciudad que con muchas de sus realidades te lastima y con otras tantas te llena de esperanza. Ciudad sin igual, ciudad atiborrada, ciudad injusta, ciudad progresista; ciudad que encierra todas las realidades. Ciudad en la cual terminé de crecer, en la que quise dejar de hacerlo; en la que quise volver a tener cinco años y correr de regreso a la tranquilidad de mi tierra y a los brazos de mis padres; en la que añoré mis días de estudiante al cumplir un cuarto de siglo.

Podrán estas narraciones sonar muy personales pero los que vivimos en la Ciudad de México sabemos que nada es personal y todo es público. Lo sabemos los que estamos concientes de que en esta urbe es más probable ser atropellado que asaltado; los que tenemos que defendernos de clacksonasos diarios al cruzar la calle; los que sentimos que un trayecto de media hora es como ir a la vuelta de la esquina; los que en tres trayectos diarios perdemos el día (o lo ganamos si tenemos un libro a la mano); los que nos ensardinamos en el metro, metrobus, micros o peseros (pero aun así lo preferimos a desperdiciar pulmones, energía y bilis como automovilistas); los que ya nos acostumbramos a dormir en medio de sirenas y camiones mal afinados; los que ya olvidamos lo que significa el espacio vital personal; los que ya nunca vemos una tarde de cielo azul…

Pero todos nosotros también recibimos bendiciones diarias; fiestas de sabores y colores al probar un elote de grano grueso en la Alameda, justo detrás del Hemiciclo a Juárez; un diablito enchamoyado de Ciudad Universitaria; un churro relleno en el Jardín Centenario en el centro de Coyoacán; una gorda de chicharrón prensado en la calle de Oaxaca en la Condesa; o cualquiera de los restaurantes que se encuentran sobre la pintoresca Álvaro Obregón en la Colonia Roma. Y qué tal las noches de ronda en las cantinas del Centro Histórico; en los bares de la Condesa o Coyoacán; o ya de plano en los antros de la Zona Rosa.

Qué tal las tardes en el Museo Nacional de Antropología e Historia, en el Rufino Tamayo, el de Arte Moderno o el Estanquillo; qué tal caminar por Reforma y llegar hasta Chapultepec; entrar a una exposición o concierto en Bellas Artes, o simplemente admirarla por fuera mientras te tomas un jugo de naranja recién hechicito; a quién no le gusta caminar por Madero hacia el Zócalo en Domingo aun quedando asfixiado por tanta gente; quién no ha sentido un nudo en la garganta al salir del Metro Zócalo en una tarde de viento y ver hondeante nuestra bandera sobre la gran plaza. Qué tal caminar hacia el Templo Mayor viendo bailes prehistóricos y aspirando copal o caminar sobre la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco y recordar el 68; o tirarse en el pasto de Ciudad Universitaria o en el Centro Nacional de las Artes; qué tal ir al Bazar del Sábado en San Ángel o tener la opción de ver diez obras de teatro diferentes al día.

También existe la posibilidad de estar muy cansado para aprovechar todo lo que la ciudad ofrece, de estar engentado, de estar harto, temeroso o deprimido. Pero creo que ese no es el sentir generalizado, creo que el caos que vemos a diario nos demuestra lo contrario, gente fuerte, gente que lucha por una vida mejor, gente lista para recibir todas las sorpresas que el DF pueda darle, gente que nunca se cansará de esta ciudad porque nunca terminará de conocerla.

No hay comentarios: