lunes, 5 de abril de 2010

Kilómetro 107

Aproximadamente en el kilómetro 107 de la carretera México-Querétaro con dirección a la capital alrededor de las diez y media de la noche y con tres carriles a su disposición, cientos de mexicanos se vieron repentinamente atascados en su trayecto hacia cualquiera que fuera su destino. Probablemente, la mayoría comenzaron a lamentarse por ser la clase de mexicanos que lo dejan todo para el final; aquellos que salen a la última hora posible de su lugar vacacional para regresar a su hogar y con ello a su rutina y a su automatismo habitual. Y es cierto, como cualquier domingo dictador de algún fin vacacional, las carreteras estaban más llenas que de costumbre (lo que hacía que los federales de caminos se dejaran ver en cada esquina como buitres rapaces esperando cazar muchas presas que les dejaran un buen dinerito extra; no precisamente estaban presentes para el cuidado y auxilio de los automovilistas). Sin embargo, el abultado número de chóferes procrastinadores que buscaban entrar todos juntos y al mismo tiempo a la Ciudad de México y zona conurbada no fueron, aunque cueste trabajo creerlo, los más irresponsables personajes de esta historia.

Son muchos los estereotipos, estigmas o generalizaciones, con distintos niveles de veracidad, y con sus gracias a Dios muy honrosas excepciones, los que se tienen acerca de los mexicanos tanto fuera como dentro de nuestro país. Que si somos gandayas ¿o será habilidosos?, que si somos envidiosos ¿o será suspicaces?, que si somos irresponsables ¿o será bohemios?, etc. Muchas de estas particularidades de la personalidad mexicana se vieron vivamente reflejadas en este atolladero ocurrido en el último día de nuestra semana santa. Si algún Ángel Verde, ambulancia o patrulla, por ejemplo, se encaminaba con velocidad envidiable a la del promedio que era de cinco kilómetros por hora, por los acotamientos de la carretera, entonces siempre había un primer avispado y varios borregos que seguían a estos servidores públicos. Este hecho en condiciones normales podría parecer irrespetuoso de la ley y por tanto inaceptable, sin embargo, para cualquier persona que vislumbraba recorrer veinte kilómetros en tres horas en lugar de diez minutos, este acto se mostraba como increíblemente astuto.

No obstante, se presentaron en el acto también personajes extraordinariamente recelosos. Los camioneros, por dar un ejemplo, que muchos dicen tienen su lugar reservado en el infierno (con perdón de las siempre honrosas excepciones), al ver a pequeños coches avanzando a cincuenta en lugar de diez kilómetros por hora, y darse cuenta que ellos no podían, por su tamaño, hacer lo mismo, decidieron cerrar el paso por el acotamiento y ocupar carril y medio como diciendo “si no paso yo, no pasa nadie”, sin vislumbrar que la creación improvisada de un cuarto carril podría agilizar el tránsito también para ellos. Pero quién puede ponerse al tú por tú con un imponente doble-remolque que empuja a quien maneja un volkswagen a salirse de la carretera.

Casi dos horas y quince kilómetros después, los resignados automovilistas y sus familiares o amistades se habían acostumbrado a que su velocidad máxima fuera de veinte kilómetros por hora con múltiples intermitencias que los frenaban a estar prácticamente estacionados. Las caras de frustración eran evidentes en la gran mayoría de los casos, varios coches atiborrados con más de su capacidad de personas y equipaje no encerraban ni media palabra de convivencia. Varados todos, tenían la oportunidad de cambiarse de lugar en el auto, hablar larga y tendidamente por teléfono, ponerse en casos muy particulares a ver una película en su equipado vehículo, o tratar de animarse bailando o cantando efusivamente al ritmo de sus canciones favoritas (aun cuando todos los CDs del mundo no serían suficientes para la larga espera). Algunos de estos aficionados de la música llegaron a ser tan efusivos mientras cantaban canciones rancheras que pudo presentirse estaban equipados con un par de cervezas. Claro que estos casos eran una minoría muy optimista y alegre, sentimientos que se verían remplazados por un enojo inmenso al ver qué fue lo que los mantuvo parados por tanto tiempo.

Para los que creyeron que las cosas no podían empeorar, la decepción sería terriblemente amarga; los señalamientos anunciaban que habría una reducción a dos carriles en los próximos kilómetros. A las maravillosas autoridades de tránsito se les ocurrió que el último día de vacaciones para la gran mayoría de los mexicanos sería un momento ideal para reparar ese fragmento de la carretera (o al menos cerrarlo) y causar un cuello de botella que se convertiría en una espantosa pesadilla para muchos. ¿A alguien puede ocurrírsele mayor estupidez?

Llegó el kilómetro ochentaytantos y el flujo carretero empezó a normalizarse. Seguía habiendo mucha gente, y al estilo chilango los chóferes desesperados cambiaban de carril cada tres segundos para intentar recuperar el tiempo perdido. Tanto rebasar no podía ser seguro, pero ahora sí que se atreviera algún policía a parar a un automovilista enfurecido a ver con que discurso encolerizado lo mandaba al diablo. Ya muy entrada la madrugada esperemos la mayoría haya llegado con bien a su destino.

Al final de cuentas es verdad que somos muchos y cada vez más difícil sostenernos en un mismo lugar como es el Distrito Federal y zonas aledañas. Es verdad también que muchas veces los mexicanos actuamos de una manera irresponsable y egoísta que como ciudadanos tendríamos que repensar si queremos un mejor funcionamiento de nuestro entorno. Sin embargo, es la intransigencia e ineptitud de nuestras autoridades la que tristemente no deja de asombrarnos cuando a través de muchísimos años no ha intentado siquiera reformarse y superarse en lo más elemental.

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